Relato 8

El martillo y la imagen santa

La virgen del Blau

Todos los días están llenos de milagros corrientes.
No hay que buscar muy lejos para encontrarlos.

Lisa Keyplas, escritora

Seguramente es el monumento más icónico de la ciudad de Lleida. Algo así como el emblema o el símbolo. Los libros la califican como “una de las mejores obras artísticas de la arquitectura medieval europea”. Su ubicación refuerza su poderío y enriquece su impacto visual. Situada sobre el Turó de Lleida, que domina toda la urbe, se levanta en el mismo enclave donde antes estuvo una catedral paleocristiana y visigoda, primero; y una mezquita, después. Su nombre –la Seu Vella– invita a pensar que no es la única catedral del lugar. En el centro del municipio, en plena calle Mayor, se encuentra su hermana más joven: la Seu Nova. En sus cornisas, murales, capiteles, puertas y grabados se lee un pedazo importante de la historia de estas tierras. Y también de sus leyendas…

«La imagen de la Virgen del Blau sostiene en su cadera izquierda al Niño Jesús. El elemento más llamativo, sin embargo, se sitúa en su frente. Una pequeña zona de color azulado despierta la curiosidad del viajero».

La imagen de la Virgen del Blau sostiene en su cadera izquierda al Niño Jesús. En su mano derecha porta una paloma. El elemento más llamativo, sin embargo, se sitúa en su frente. Una pequeña zona de color azulado despierta la curiosidad del viajero. Es un cardenal, esto es, una mancha amoratada que aparece en la piel debido a un golpe. En catalán se le llama “blau”. Pero ¿por qué tiene esta estatua esa particular marca? Creada por el escultor Jordi Safont en 1447, la talla esconde una historia que entremezcla la moraleja, la fe y la leyenda.

El relato habla de aprendices, envidias y de un singular milagro. Los hechos sucedieron durante la etapa de creación de las esculturas que decorarían la puerta de los Apóstoles. Todos laboraban afanados. Era importante culminar a tiempo esas tallas de piedra. El maestro escultor dirigía los trabajos. Ordenaba, supervisaba y organizaba las labores. Sin embargo, otros menesteres le obligaron a abandonar la ciudad. Salió de viaje. El tiempo apremiaba. Las obras no podían paralizarse. Por ello, ordenó a uno de sus aprendices que siguiera trabajando en aquella escultura y que cincelara el rostro de la Virgen. Pasaron unos días. Cuando el experimentado escultor regresó, quedó sorprendido y, a la vez, impactado. No podía creerlo. No quería creerlo. Aquel muchacho había esculpido un rostro angelical y refinado, puro y perfecto. Lo que debería ser alegría se tornó ira. También, envidia. Y, en cierto modo, descontrol. El maestro se sintió superado por su aprendiz. Aquel rostro era inmejorable. Lo que él no supo hacer, lo había concretado a la perfección, en tan solo unos días, un joven novato y primerizo. El principiante había superado al preceptor. El tutor se sentía herido. El guía perdió el rumbo.

Dice la leyenda que el maestro, preso de la más terrible furia, tomó un martillo y lo lanzó con fuerza y rabia contra la escultura de la Virgen. La herramienta rebotó tras golpear la figura y en su retroceso impactó en él. El iracundo escultor murió aquella tarde en aquel lugar. La estatua quedó intacta salvo un diminuto, pero llamativo cardenal azul que, desde entonces, decora su frente.

El viajero lee la historia. Observa con curiosidad la escultura. Y, de nuevo, comienza a pensar. Fantasea. Imagina. No tiene mucho tiempo para sumergirse en el relato porque otro emerge de nuevo entre las paredes de la catedral. Es la leyenda del “Santo Pañal”. ¿De qué? Sí: Del primer pañal que cubrió al Niño Jesús tras su nacimiento. Un mercader de la ciudad, Arnau Solsona, fue quien trajo la reliquia hasta las tierras leridanas. ¿Cómo? Apresado por los ejércitos tunecinos y trasladado al Norte de África junto a su mujer y su hija, tuvo la oportunidad de conocer algunos secretos del palacio norafricano. Y entre esos enigmas y misterios, un tesoro: El Santo Pañal. Guillamona, hija de Arnau, casada con el hijo del rey tunecino, entregó la prenda a su madre que los transportó años más tarde a Lleida. Guardó la pieza. La custodió como quien protege un tesoro. No dijo nada a nadie. Poco antes de morir, le contó a su marido el secreto. Arnau decidió donar la reliquia a la catedral. Dicen que fue en 1297. Y aseguran que ese pañal –venerado y bendecido– salvó a la ciudad y a sus habitantes de infortunios, desastres y hechizos diversos. ¿Y qué fue de él?, se pregunta el viajero. Desapareció en la Guerra Civil española. Y aunque se conservan unos diminutos hilos en la Barcelona y Segovia, su rastro se ha perdido. Desapareció. Pero quedó, al menos, su leyenda.

cuaderno de bitácora

Las leyendas viajan

Las leyendas viajan. Se mueven por todo el planeta y, muchas veces, lo hacen y lo hicieron gracias a los viajeros. Hoy piensa el viajero en otros como él: Aquellas personas que se mueven por el mundo buscando. Buscando respuestas, buscando personas, buscando caminos, buscando –siempre– nuevas y mejores preguntas. Y lo hacen desde la alteridad y el respeto. Alguien debería escribir –piensa en silencio el caminante– sobre las leyendas del verbo viajar.

Escrito junto a los rosales del jardín del claustro de la Seu Vella, en la ciudad de Lleida, pensando en este viaje y en los que han de llegar.